Había una vez un campesino, que cruzaba a tientas la quebrada. Casi en penumbras, galopaba a trompicones. Avanzaba dubitativo, cateando con avidez el impalpable horizonte, oculto en la infranqueable densidad de aquella marcha nocturna. Antes de dar el siguiente paso, pestañeaba repetidamente, convenciendose así de que era el cansancio quien tambaleaba su cordura. Con el pecho oprimido de tanto pasado, atravesaba la noche oscura, sin poder ver la estrecha senda de aquel paso fronterizo. Sentía una pizca de temor, si acaso un hombre bruto como él se lo pudiera permitir. Apretaba fuerte el puñal, que llevaba por precaución al cinto, más que todo para darse valor, incapaz de usarlo más que para matar una res, cuerearla, picar tabaco o desvasar los cascos del caballo y reparar su arreo. Se consideraba a sí mismo un hombre valiente, que bajo el ceño fruncido, el andar tosco y el carácter aparentemente intratable, ocultaba la frugalidad de un corazón franco y bondadoso.
Conocidas eran las leyendas de cuatreros merodeando aquellos cruces, historias que las piedras del camino callaban tercamente, como sólo las piedras saben hacerlo. Estos nocturnos hermanos, por lo general, pasaban sin hacer daño a los peonetas de las estancias. Era una especie de tregua tácita entre ellos. Los cuatreros, símbolos de la rebeldía contra la injusticia social, tenían como foco principal a los latifundistas, reivindicando de cierta forma las injusticias cometidas en contra de los campesinos. Por esta razón, contaban con el respeto y la secreta admiración de la peonada. Y por supuesto, con su lealtad y su silencio. Sin embargo, también estaban los otros, aquellos libertarios, desajustados a cualquier regla o patrón, que con la muerte acechando permanentemente sus espaldas, se habían vuelto despiadados. Bajo el manto de la noche y ante cualquier amenaza, podían sin titubear, percutar aquella bala que en cualquier recodo te escupiría la cara. Era parte de las consecuencias de nacer pobre y sin destino, en aquella tierra del fuego, agreste y extrema. Salir a buscar el pan, a riesgo de la propia vida. Había que ser precavido, para que el galopar invisible por los barrancos, y la complicidad de la densa oscuridad, con un poco de fortuna, te hicieran pasar por una sombra más...
Avanzaba al trote, sumergido en sus cavilaciones, cuando de pronto a lo lejos, y apenas imperceptible, vio el pequeño resplandor de una misteriosa luz. Como un acto reflejo volvió a pestañear, haciéndose conjeturas sobre las escasas posibilidades... Inclinándose a que tal vez fuera la falta de sueño, la que estuviera traicionando su mente y distorsionando la realidad.
Instintivamente se frotó los ojos, y aferró su puño al cinto, donde escondía su única oportunidad de repeler un ataque.
En aquel paso de angosto borde cualquier huida era inútil. A su derecha estaba el abismo, y a la izquierda; el muro del monte. Delante; el enigmático enemigo, cuyo encuentro a estas alturas ya se hacía inevitable...
Por la mente del campesino pasó fugazmente el recuerdo de su madre, con más arrugas que años, producto del sacrificio, el desvelo, y la lucha de una vida de trabajo. También recordó a aquella niña; pecosa y risueña, que le acompañó codo a codo en sus travesuras de la infancia. Aquel espacio tan breve, antes de que el peso del deber les aniquilara para siempre la inocencia. Cada uno fue apartado a su propio destino, pero el candor de los ojos verdes de ella, tejió de sueños su adolescencia, haciendo arder para siempre su corazón de hombre. A través de cada mirada furtiva, de cada roce secreto, y del recuerdo táctil de su cuerpo, se fue sintiendo merecedor de tanta felicidad. Más fue un embuste de la vida. Los hombres como él no tenían ese privilegio, pues nacían con el sino de la desdicha. Porque al partir ella, murieron también todos sus sueños y esperanzas.
Desde aquel día extravío la risa, resignandose a cumplir su triste papel en el mundo, esperando a que su tiempo, expirara de una buena vez. Y
desde aquel día, transitaba sin darse cuenta, la noche oscura del alma...
Quizás morir no fuera tan malo, concluyó.
Pero la luz se fue acercando hasta hacerse cada vez más intensa. Era tanto su resplandor, que poco a poco fue alumbrando los rincones más recónditos de su herido corazón. Inundando de paz cada rincón de su alma, y haciendo vibrar cada célula de su cuerpo. Fue tanta la luz, que el campesino pudo ver otra vez el sendero a sus pies. Y pudo por fin avanzar...
Al encontrarse el campesino frente a frente a la inexplicable luz, grande fue su sorpresa al ver que el portador de ella, no era más que un anciano, que recorría a paso bastante firme para su avanzada edad, aquel peligroso monte. Su aspecto para nada era amenazante, sino más bien amigable. Tenía un semblante sereno, casi esbozando una sonrisa. No llevaba más equipaje que aquel resplandeciente farol, que sostenía frente a él, alumbrando el camino. Sin embargo, y para mayor curiosidad, el anciano caminaba con los ojos cerrados…
Sorprendido e intrigado, el campesino bajó del caballo, y acercándose al enigmático transeúnte, quiso saber qué hacía alguien de su edad, de noche, atravesando aquel monte tan peligroso. El anciano sin dejar de sonreír, respondió al saludo con cortesía, explicando que aquel era el único camino que podía transitar, para llegar a su destino. Explicó también al campesino, que avanzaba con los ojos cerrados, ya que era inútil para él abrirlos, puesto que de todas formas, no conseguiría ver nada, ya que era ciego de nacimiento. Mientras que el campesino perplejo, no conseguía salir de su asombro, el anciano, con la misma cortesía comenzó a despedirse, aduciendo tener mucha prisa por llegar, pues ya estaba demasiado “viejo y cansado para seguir andando”...
Tras negarse a ser escoltado por el campesino, se dispuso a retomar la marcha. Fue entonces que el campesino, entendiendo lo extraordinario de aquel encuentro, sonrió. Volvió a sonreír, como hacía tanto no lo hacía, agradeciendo en su interior haber podido ver al fin el camino…
-Espera!!. - Gritó fuerte al anciano.
-No preguntaré quién eres. Soy un hombre vulgar, que no cree en nada, ni se cuestiona jamás el por qué de las cosas. Pero siento en mi interior que este encuentro no es normal. Porque alguna vez fui niño, y como todos, tuve sueños y esperanzas. También creí que existía la magia, y que el poder del amor podría cambiar el mundo…pero sé que es imposible…- El campesino, al pronunciar las últimas palabras, no pudo evitar sentir un nudo en la garganta. Sin embargo, tragó saliva y continuó:
-...Yo… sólo quiero que me respondas, por qué razón recorres este sendero portando una luz, si tú no te sirves de ella??. Eres ciego!!!.-
El anciano le miró con ternura, preguntándose por qué el ser humano vivía buscando respuestas, a cosas que ya sabía en su interior. Finalmente respondió:
El anciano le miró con ternura, preguntándose por qué el ser humano vivía buscando respuestas, a cosas que ya sabía en su interior. Finalmente respondió:

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